Libro completo de Anna María Gentili, para descarga directa (en formatos pdf y/o epub).Fuente: CLACSO
“También el león debe tener quien cuente su historia. No sólo el cazador”.
Chinua Achebe, famoso escritor nigeriano, nos recuerda con esta sugestiva metáfora que la historia del África subsahariana, tan variada en sus paisajes naturales y humanos, ha sido interpretada casi siempre a partir de las peripecias de la penetración, la conquista y las exigencias colonizadoras de las potencias europeas.
Desde las declaraciones de independencia, a partir de los años Cincuenta del siglo XX, los sistemas políticos y de organización del Estado presentes en África han sido analizados según los mismos modelos de modernización y desarrollo que regían en los países occidentales. Pero esos modelos son ajenos a la experiencia histórica de transformaciones y convulsiones que integra la compleja realidad del África; de un continente relegado por la dominación colonial a una “tradicional” condición de diferente, concebida como apego a la inmovilidad, obstáculo infranqueable a cualquier proceso de desarrollo.
De esta falla teórica se alimenta la persistente negación de la historicidad del África, que aún hoy hallamos en la información que se nos ofrece a cada nueva crisis que altera Estados, regiones, sociedades o poblaciones del continente. Lo que afecta más negativamente es el paternalismo –envuelto siempre en buenas intenciones, y en encomiables propósitos– con que se representan los sucesos que tienen lugar en África; un paternalismo cuyos puntos de referencia culturales radican en representaciones de una África antigua, mítica, museo antropológico encerrado en su exótico inmovilismo; un África dividido por odios étnicos ancestrales, proclive a sufrir su enigmático atraso con la repetición ritual de grandes tragedias ecológicas: sequías, inundaciones, plagas de langostas.
Un África, en fin, que es preciso salvar –y en este punto difieren las opiniones de los buenos samaritanos– ya sea obligándolo a “modernizarse” o dejándolo librada a sí mismo, de modo que pueda recuperar sola su antiguo y “natural” equilibrio.
Estas representaciones del África subsahariana, y las medidas que de ellas se derivan, permiten comprender el carácter de la marginación sufrida por África a lo largo de su historia, y la gran difusión que alcanza tal marginación. El África negra no es simplemente un “África donde habitan negros”; es también el África desconocida e incomprensible porque no aceptamos su historicidad: el “corazón de las tinieblas” que no sabemos cómo descifrar, ni queremos, entre otras cosas porque intentarlo agitaría los fantasmas de nuestro persistente prejuicio.
La etapa de las declaraciones de independencia de comienzos de los años 60, bajo el impulso de una aparente victoria de la primacía de la política, ha sido el único período de la historia del continente en que pareció posible que su marginación cayera hecha trizas. Eran aquellos los años de lo que pareció el fenómeno más importante del siglo XX, que fue la descolonización: el acceso de grandes masas de subditos a la condición de ciudadanos, la adquisición por las últimas colonias subsistentes de su soberanía como Estado.
En la posguerra que celebraba la liberación del oscurantismo racista, también el llamado “tercer mundo” conquistaba al fin la libertad y la igualdad que le habían sido negadas en nombre de la “civilización” colonial. En esas circunstancias pareció posible, y muchos intelectuales se dedicaron a ello con empeño, poner de relieve la originalidad de las expresiones ideológicas y de las formas de organización de los movimientos nacionalistas, y más tarde de las dinámicas de los nuevos sistemas políticos africanos.
Pero, ya en los años 70, las sucesivas crisis económicas y políticas -previsibles e inevitables en sistemas tan saturados de herencias negativas y de desequilibrios, agravados por la debilidad de su posición internacional- hicieron que reapareciera y se robusteciera la tendencia a considerar a las sociedades africanas o bien las víctimas sin esperanza de los desastres naturales y de la corrupción de los políticos, o bien las protagonistas de conflictos determinados por atávicas e insuprimibles lealtades tribales. Volvió a negarse con terquedad cualquier posible historicidad o identidad política a las dinámicas de transformación y de lucha, primero contra la conquista, después contra el colonialismo y por fin contra los gobiernos independientes de corte dictatorial, para atribuirlas una vez más a primordiales reivindicaciones étnico-tribales.
La historia contemporánea del África Subsahariana suele hacerse arrancar del reparto colonial, verificado a fines del siglo XIX, que fue dispuesto -y decidido en sus aspectos de modos y tiempos- por los intereses de las grandes potencias europeas. La conquista y consolidación de los estados coloniales se reveló difícil, y hubo de recurrirse más a las armas que a las alianzas. Tuvo éxito porque pudo sacar provecho del estado de profunda crisis en que estaban cayendo, claro que con características muy dispares, todas las sociedades africanas, en el período de acelerada transformación económico-social y de desestructuración política provocado por el agotamiento de la trata de esclavos y por la intensificación del comercio.
La colonización partió de las zonas costeras, con las que desde hacía siglos existían complejos vínculos de dependencia comercial, y se dirigió hacia el interior, creando -no sin resistencia- variados sistemas de subordinación. Tales sistemas se basaron principalmente en el establecimiento de estructuras administrativas que, si bien eran diferentes según la potencia colonial de que se tratara, según las épocas y según la naturaleza de las sociedades que se quería someter, emplearon como instrumento de dominio una mezcla de ocupación militar, imposición de sistemas de tributación coercitivos, confiscación de bienes y obligación de proporcionar fuerza de trabajo a los sectores infraestructurales y productivos de interés comercial.
El interior de África había permanecido desconocido en gran parte hasta el momento de la colonización. Todas las administraciones coloniales -cualesquiera fueran las tradiciones administrativas en las que se inspiraban, o las estructuras que pretendían elaborar sobre el terreno- decidieron desarrollar planos territoriales con subdivisiones administrativas que permitieran racionalizar la amorfa variedad de presencias autóctonas, con el apoyo de teorizaciones propias de la época sobre etnias y tribus, a las cuales se les asignaron nombres y les fueron otorgadas posiciones jerárquicamente ordenadas según la superior voluntad colonial y su interés administrativo. La división administrativa introducida en el continente por los colonialismos europeos inventó una África hasta entonces inexistente, pero que justamente entonces empieza a existir, y a ser moldeada en una total subordinación.
Etnia, tribu, nación
Es necesario reflexionar, pues, acerca de las representaciones que se formulan de poblaciones constantemente marcadas por la diferencia racial y definidas, en lo que se refiere a su organización social y política, como “étnicas” o “tribales”, en las que la forma “nación” ha sido considerada preponderantemente no una construcción endógena, sino la imitación de esquemas e ideologías importados de afuera, mediante la imposición de formas coloniales de organización del Estado.
En los estudios africanistas, y en las tareas de divulgación de la problemática del continente africano -tanto la referida a la historia precolonial como a la colonial o la contemporánea-, la cuestión étnica forma parte esencial del análisis de las sociedades. La definición y la delimitación del concepto de etnia debería constituir, pues, el interrogante epistemológico fundamental de todo trabajo de investigación, de toda reflexión o análisis sobre el África.
Los términos “etnia” y “tribu”, usados indistintamente y como sinónimos hasta las postrimerías del siglo XVII con el significado de pueblo o nación, empezaron a ser empleados a partir del siglo XIX, y paralelamente con el desarrollo de la nueva etapa de conquista colonial en África, como medios de definir y clasificar a los pueblos extraeuropeos que, se creía, no habían elaborado formas avanzadas de civilización política.
En cambio, el término “nación” quedó reservado para las sociedades que por medio de la consolidación del Estado moderno habían alcanzado la dignidad de polis “civilizadas”. La distinción entre Occidente, que había realizado la revolución política y económica de la modernización, y el Oriente y África, encerrados todavía en la tradición, fue codificada entonces en un uso terminológico que ponía énfasis en una jerarquía de niveles de “civilización”. En efecto, la definición de las sociedades africanas como sociedades integradas por etnias y tribus, y de las europeas como naciones y estados, introducía implícitamente una clasificación y una jerarquía entre sociedades “primitivas” y sociedades “evolucionadas”.
En el contexto de la colonización, las sociedades preindustriales pasaron a ser objeto privilegiado de investigación etnológica, etnográfica y antropológica precisamente porque se las consideraba sociedades “sin historia”. Opuestamente, las sociedades occidentales, de las que emanaban la conquista y la dominación coloniales, eran consideradas el corazón y el motor de la historia.
Por eso, los trabajos etnográficos y antropológicos de la época colonial deben ser decodificados ante todo como historia de la presencia europea en África, y de la conceptualización europea del continente. Su campo de estudio no era sólo el otro en cuanto distinto de Occidente; era sobre todo el otro en cuanto objeto de opresión y dominio, al que a partir del momento de su subordinación no se le permitía ya tener voz, relatarse a sí mismo, sino sólo ser descrito, catalogado y clasificado según códigos elaborados en el interior de la cultura de los dominadores.
El primer criterio de diferenciación pasó a ser la raza: una diferencia de peso, porque la deshumanización de la trata atlántica de esclavos había afectado primordialmente a poblaciones africanas negras. De los criterios raciales, de la catalogación de las tipologías físicas de cada grupo, se pasó después a la formulación de jerarquías, atribuyendo a cada “raza” determinadas características morales: la diferenciación física fue traducida entonces en téminos de diferencia y jerarquía entre culturas. Todavía en los años Treinta, Seligman, en Races of África (1930), hacía coincidir categorías raciales con categorías culturales.
Una segunda señal de diferenciación fue individualizada en la organización social y política. Se catalogó a las sociedades africanas como “sociedades en estadio tribal”. El término “tribu” era portador de dos significados: uno relativo al ámbito social, el otro al de la política.
En la esfera de lo social fueron definidas como tribus las sociedades, por otra parte disímiles en dimensiones, en composición y en grado de dispersión sobre el territorio, que estuvieran fundadas esencialmente en la homogeneidad y la solidaridad dentro de grupos de descendencia, linajes, clanes, fracciones de clanes o clases de edad.
En la esfera de lo político, se consideraba organizaciones tribales a las sociedades que en lugar de estar fundadas, como las sociedades y los sistemas políticos occidentales, en el contrato y en la opción individual, lo estuvieran en estatus adscritos, heredados con la sangre y, por consiguiente, inmutables. El término “tribalismo”, en cambio, es eminentemente político: comenzó a emplearse en el contexto colonial, para describir comportamientos y conflictos determinados por identidades adscritas heredadas, vale decir, no por elección personal.
Una tercera señal de diferenciación es la descripción de las sociedades africanas como sociedades determinadas prioritariamente por sus identidades étnicas. Fue también en época colonial cuando, para definir los límites y las características de las etnias africanas se elaboraron criterios de diferenciación racial y cultural (lengua, religión, cultura material) y de organización social, aunque siempre extrapolándolos de la historia.
De modo que tribu y etnia -en el uso que de ellas se ha hecho en las ciencias sociales y en la divulgación- transmitían la noción de sociedades (las africanas) “tradicionales”, con el significado de “inmóviles en el tiempo”, fuera de la historia, diferentes no sólo desde el punto de vista de la raza sino también por su organización social y política. O sea que, según las teorías evolucionistas de la época, se trataba de sociedades que eran inferiores a los pueblos que se habían dado una organización política por opción individual y por contrato; tal como en la Antigüedad griega y romana el equivalente de los pueblos étnicos de la época colonial eran los “bárbaros” a civilizar mediante su sometimiento.En este contexto era posible teorizar acerca de la colonización, y justificarla como “misión civilizadora” de Occidente. El más célebre escritor del imperialismo británico triunfante, Rudyard Kipling, designó a tal “misión ”white man’s burden”, la carga del hombre blanco.
Los encuadramiento en razas, tribus y etnias, una vez que entraron a formar parte del aparato conceptual del análisis político, terminaron por ser adoptados en las representaciones que las propias élites políticas africanas hicieron de sí mismas. En efecto, las declaraciones de independencia habían estado basadas en el proyecto de transformar los Estados coloniales en Estados-nación, por lo que la integración nacional fue entendida en todas partes como una prioridad que sólo podía ser amenazada por el surgimiento, en el nivel político, de impulsos particularistas, los cuales invariablemente han venido siendo denunciados como fenómenos de “tribalismo”. Se consideró al tribalismo una patología causada por la persistencia de las atávicas lealtades, y de las políticas coloniales que las habían favorecido en nombre de estrategias administrativas de divide et impera. Lo que se negaban a aceptar los líderes africanos a cuyo cargo estaba la construcción del moderno Estado-nación era que las expresiones de disidencia que asumían formas tribales pudieran estar basadas en las alternativas de estructuración y desestructuración, de integración y escisión, que las sociedades atravesaban en el contexto de la construcción de los Estados-nación independientes, o que pudieran estar siendo moldeadas por tales episodios; es decir, por la competencia entre comunidades y grupos para conservar o reivindicar poder y recursos.
Al rehusarse a reconocer la dinámica de los conflictos de intereses y de la rivalidad política en el ámbito del Estado-nación independiente, los líderes africanos hallaban en la denuncia del tribalismo una justificación para su rechazo de instancias pluralistas de cualquier tipo. Así fue como la unidad nacional, la exaltación de la nación por encima de los particularismos tribales, la ideología universalista liberadora se transformaron, inmediatamente después de cada declaración de independencia, en ideología de homologación del dominio de un grupo dirigente que no concedía espacio alguno a la expresión o la organización del pluralismo, al que condenaba, precisamente, como un oscurantismo de matriz tribal o étnica y, por consiguiente, atávico, premoderno, integralista.
El modelo que postula que los africanos estaban habituados a vivir en entidades tribales (en las que, según algunos, en buena medida siguen viviendo), étnicamente homogéneas y de límites bien definidos, es una abstracción ahistórica no compartida por la investigación antropológica, y que siempre ha sido rechazada por los historiadores. Hoy, numerosísimos estudios demuestran lo erróneo, en especial para el contexto africano, de la noción de que en época precolonial los grupos étnicos fueran culturalmente homogéneos y hubieran desarrollado sus características en el aislamiento.
Las fronteras étnicas, toda vez que existan y que sea posible individualizarlas, son siempre el resultado de interacciones. En consecuencia, son cambiantes por definición, productos de la historia en los que se entrelazan dinámicas políticas y tomas de partido individuales, del mismo modo que son complejas y cambiantes las nomenclaturas étnicas, las identidades, las estructuras y los sistemas de organización social. Las tradiciones y, por lo tanto, también las identidades de grupo y étnicas, son manipuladas continuamente por aquellos que ejercen el poder, por quienes están sujetos a ese poder y por quienes quieren obtenerlo. Benedict Anderson, en Imagined Communities, despliega el mismo tipo de discurso al referirse a la formación de naciones como “comunidades imaginadas”.
En el siglo XIX, cuando los europeos se apoderan del continente, no existían en África fronteras raciales, culturales, lingüísticas o de organización política que coincidieran para formar mónadas aisladas y autoexcluyentes. La naturaleza de las agrupaciones sociales y políticas era fluida, fluctuante; las dimensiones de las sociedades eran dispares, y también lo eran sus formas de organización. En suma, no existían tribus como entidades culturales y políticas estáticamente homogéneas, ni existían tampoco etnias bien definidas y fijas en el tiempo. Existían Estados premodernos, con diferentes niveles de centralización de poder y autoridad, y sociedades no organizadas en estados, que a su vez también se caracterizaban por encarnar los más variados tipos de descentralización, distribución sobre el territorio, segmentación.
La nomenclatura y la clasificación étnica que hoy aplicamos son producto de la investigación etnográfica, de las clasificaciones lingüísticas y de las divisiones administrativas coloniales. Perduran nombres antiguos, pero a menudo indicando sociedades diferentes de las originarias; muchos nombres étnicos derivan de nombres geográficos; otros son transcripciones hechas por exploradores y administradores, basadas en información imprecisa o distorsionada. No existía un pueblo bamileke antes de la llegada al Camerún de los alemanes, que dieron ese nombre a una comunidad de inmigrados al valle del río Sanaga, que en realidad provenían de diferentes áreas de la región.
Y es que, en efecto, la mayor parte de las poblaciones africanas se identificaban con sus nombres de linaje, clan o segmento de clan. Por otra parte, los procesos de redefinición de los ámbitos étnicos son característicos de cualquier tipo de construcción estadual; por eso han formado parte, aunque menos formalizados, de las dinámicas de poder y de construcción de Estados en época precolonial.
En el caso de los grandes Estados precoloniales, fue la adscripción política la que pasó a convertirse en identidad étnica primaria: si no es posible hablar de “nación” zulú, se puede ciertamente subrayar que el éxito de las guerras de conquista del clan zulú, que culminó en la creación de un Estado en los años 20 del siglo XIX, puso en marcha un proceso de absorción de entidades sociales y políticas diferentes por parte de la identidad zulú. Tal identidad se forma, pues, en una época histórica identificable, y conserva su importancia hasta hoy, aunque con otros significados. Lo mismo puede decirse de los baganda, los asante, los hausa-fulani, los luba y los lunda, y de otros innumerables casos en los que la identidad étnica se forjó en la común pertenencia a un Estado con una historia gloriosa.
Por consiguiente, proclamar que los conflictos de África son fundamentalmente étnicos no nos dice nada de las dinámicas de formación y reagrupación de los intereses de base étnica como se han venido desarrollando y caracterizando en época precolonial, en época colonial y a continuación, en el contexto político de los estados-nación independientes.
Antropólogos y administradores coloniales no hacían otra cosa que reproducir el presente etnográfico o bien, sobre todo los segundos, adaptarlo a las circunstancias y exigencias del gobierno colonial. Lo hacían con propósitos diferentes: los antropólogos, para estudiar las vidas de los pueblos tal como se presentaban; los administradores, para crear estructuras administrativas eficientes, que permitieran preservar la ley y el orden colonial al menor costo posible. Esto debe entenderse como que unos y otros no se limitaban a estudiar, o a encerrar en esquemas administrativos, aquello que las sociedades eran en el momento histórico en que quedaban sometidas al dominio colonial, o que se convertían en objeto de estudio, sino también lo que las propias sociedades sabían, o estaban en condiciones de transmitir según sus propias jerarquías de poder, sus modos de representación, sus ideologías, su peso político, económico, religioso o ritual en el nuevo contexto.
Las sociedades africanas que habían sufrido, entre otras cosas como consecuencia del comercio de largas distancias, notables transformaciones, las cuales se vieron aceleradas en la segunda mitad del siglo XIX, habían elaborado estrategias de defensa, de asimilación de las innovaciones, de reacción ante los nuevos desafíos o las crisis. Otro tanto sucederá en el contexto colonial, el cual sin embargo presenta varias profundas diferencias con el período anterior. En efecto, salvo por lo que respecta a las zonas costeras, hasta la última parte del siglo XIX las sociedades africanas habían seguido siendo autónomas, dueñas de sus propios territorios, y ejercían también el control de las rutas comerciales.
El comercio había sido instrumento de profundos cambios y notables desestructuraciones de las sociedades africanas, pero siempre de modo primordialmente indirecto. En cambio, la colonización formal de fines del siglo XIX significó la plena y total ocupación de los territorios de las sociedades africanas, tanto de las que ya se habían dado estructuras de Estado como de las que todavía no tenían estructuras centralizadas de poder; significó también, además, la estabilización de las fronteras de los estados coloniales, dentro de cada uno de los cuales entraron en vigor métodos administrativos y de explotación económica, y espacios de mercado, que eran diferentes unos de otros.
Los sistemas de gobierno coloniales destruyen la autonomía de las autoridades indígenas, incluso cuando delegan en ellas el control sobre las poblaciones. Los complejos estatúales son fragmentados en entidades locales, apelando muchas veces a identidades étnicas antiguas, o bien a revigorizar las que habían sido subordinadas por procesos de conquista previos a la colonización. En otros casos, entidades étnicas bien definidas quedan englobadas en otra entidad a la que se considera preponderante en una determinada región, o si se quiere más funcional a las necesidades del gobierno colonial.
No solamente los criterios de identificación y clasificación étnica aplicados por cada administración colonial eran diferentes, sino que además variarían con el transcurso del tiempo, según las reformulaciones de las exigencias administrativas. Habrá poblaciones que favorezcan su propia descomposición en entidades étnicas diferentes, mientras que otras inventarán una cohesión y una identidad étnica entre componentes muy diferentes, sobre la base de antecedentes históricos o, simplemente, a causa del surgimiento de élites capaces de leer la lógica del sistema administrativo y, por lo tanto, de extraer ventajas de él. Son numerosos los estudios de casos de este tipo, sobre todo en relación con los sistemas de indirect rule de molde británico.
La investigación antropológica transmite por lo general mensajes de identificación étnica que son en gran medida los deseados por los jefes -entendidos en sentido lato- o por los líderes comunitarios que prevalecen en el momento histórico y político en que se desarrolla la investigación. Los encargados de la administración colonial, con frecuencia cuestionados por los antropólogos, y acusados de usar la investigación en modo instrumental, seleccionan y jerarquizan las identidades étnicas según los intereses que prevalecen en un determinado momento histórico.
Un factor no secundario en la identificación de las etnias y de sus características en período colonial es la presencia o no de procesos de defensa, en sentido conservador, de la costumbre consagrada y de las prerrogativas tradicionales de los líderes y del sistema social; todo ello contra la influencia de elementos o ideologías de modernización, influencia que en la etapa precolonial había estado representada por grupos vinculados con las actividades comerciales a largas distancias, y en período colonial por quienes tenían instrucción, o ejercían actividades económicas conectadas con los sectores modermos.
Fue entonces en el período colonial cuando quedaron definidas las categorías étnicas que han llegado hasta nosotros. Esas definiciones fueron alcanzadas mediante la determinación de los territorios en los que sociedades afines o diferentes entre sí permanecían divididas o agrupadas; o bien mediante la redistribución del poder entre las diferentes entidades e instituciones; o incluso mediante el otorgamiento, a aquellas comunidades que se mostraban dispuestas a colaborar, de acceso privilegiado a los recursos; por fin, con la formalización a través de las clasificaciones lingüísticas y las terminologías aceptadas administrativamente.
Por otra parte, cada categoría étnica fue descrita en función de las características que la administración consideraba más funcionales al dominio. Por consiguiente, los mapas de distribución étnica, con sus clasificaciones y jerarquías, fueron determinados en función de los intereses y la dinámica de poder de cada Estado colonial, y así se convirtieron en la nueva realidad. Sólo a partir del período colonial tiene lugar una rígida definición de las etnias, según ámbitos que son a la vez culturales (o sea, lingüísticos) y territoriales, exclusivos de cada una de ellas. Eso sucede justamente como consecuencia de la formación de “Estados de dominio” dotados de administraciones de tipo moderno, aunque fundadas sin duda en sistemas de carácter absolutista.
Así delimitadas y ordenadas jerárquicamente, las etnias pasan a ser, para los fines administrativos, estructuras fijas, inmutables, del paisaje humano del continente (al llegar la etapa nacionalista, lo serán también desde el punto de vista de los fines políticos, es decir, de la adhesión a formas de partido). La selección de nombres, territorios y características étnico-tribales, y la atribución de posiciones de privilegio, poder, autoridad, superioridad jerárquica para los fines administrativos coloniales, significó lo que muchos estudiosos han llamado “invención” de la tradición, o invención de ámbitos étnicos. Esto no significa que la etnicidad sea una invención, un complot colonial, sino que es preciso analizarla en su historicidad, en relación con la influencia que sobre ella ejerce la nueva situación de dominio, la cual impone al fenómeno étnico, antes que estereotipos, una nomenclatura específica, con límites y definiciones también específicos. A su vez, esta remodelación ejerció profunda influencia sobre la redefinición de identidades e intereses sobre una base étnica, por parte de los individuos y de las sociedades de África sometidos al dominio colonial.
Así que en la época colonial y la poscolonial se produce, primero, la transformación y la fijación de las identidades étnicas, en directa relación con las estructuras administrativas, la ideología y las prácticas de los gobiernos coloniales; luego, en medio de la rivalidad y los conflictos de intereses del período de la descolonización, dichas identidades se erigen en uno de los ejes de congregación de gente; después, por fin, son base de la competencia por ocupar el poder y alcanzar el control de los recursos. Cuantos más fueron los regímenes militares o de partido único que iban apareciendo, y que impedían la formación de cualquier otra forma de disenso o le imposibilitaban que se expresara, más intensamente se convirtió la etnicidad en forma e instrumento de rivalidad, conflictualidad y expresión de disenso político.
Pero la etnia es al mismo tiempo, también en este contexto, realidad e invención en la medida en que los gobiernos coloniales, los administradores, los jefes viejos o nuevos, tradicionales o no, insertos en la dinámica política, identificaran y escogieran las formas y los elementos de la cultura o de la tradición étnica que debían ser valorizados. Los gobiernos coloniales lo hacían con fines de gobernabilidad; los jefes de distinto carácter (político, religioso, económico), con propósitos de afirmación de su identidad, su presencia, su poder o su supremacía en contextos regionales y, en última instancia, dentro de la competencia por la conquista del poder, o de un lugar de privilegio en la jerarquía del poder posterior a la independencia, sobre todo en relación con las dinámicas de partido, o de pugna por el reparto de los recursos.
La identidad étnica, aparte de que se remite siempre a circunstancias históricas específicas, no es por lo tanto una mera invención de las administraciones coloniales o, antes aun, de la ideología prevaleciente a fines del siglo XIX, sino que representa también un sistema de autoidentificación de sí, en un marco espacial, institucional y político muy cambiado. La identificación de nombres y prerrogativas étnicas (territorio, estructuras sociales y de poder predominantes, ceremonias rituales, cultura, etcétera) deriva así no sólo de decisiones administrativas que, como lo enseña toda la literatura, están dotadas de una fuerte valencia normativa, sino también de los mensajes y las señales que transmitían, o podían transmitir, las sociedades sometidas. El reconocimiento de prerrogativas dependió siempre de las coyunturas y del interés de las administraciones, pero también de la capacidad de las diferentes entidades para afirmar sus propios intereses.
Todas las poblaciones africanas han sido sometidas al proceso de invención; algunas, por complejas y variadas razones históricas y políticas, participaron activamente en él, reformulando su etnicidad en términos modernos, como fuerza de primordial importancia para moldear y encaminar las relaciones sociales y los comportamientos políticos. Así sucedió durante el período colonial, cuando varias poblaciones, con el impulso de intelectuales, misioneros, hombres de negocios, se construyeron determinados mitos históricos con el propósito de reivindicar posiciones ventajosas, ya fuera en el control de los recursos (tierra) o en el acceso a posiciones de privilegio en el ámbito de las administraciones coloniales. Así sucedió también, y sigue sucediendo, una vez finalizada la etapa colonial, en la formación de partidos y en la organización del consenso, en que la identidad étnica se convierte en instrumento de la afirmación de intereses económicos y sociales absolutamente actuales.
En este sentido, la existencia de diferencias étnicas no es una “invención”, como tampoco lo es el “tribalismo”, es decir, el comportamiento que privilegia la adhesión a la identidad de grupo en todos o casi todos los comportamientos políticos y sociales; pero esa identidad debe ser decodificada en sus dinámicas de formación histórica y, hoy, de afirmación como segmento de la dinámica y de la rivalidad políticas “aquí y ahora”. La fuerza de las identidades étnicas tiene sus raíces en la naturaleza opresiva de los Estados coloniales, estados “de dominio” y no de integración, y en la especificidad de los sistemas políticos surgidos tras la independización, que en general han privilegiado estrategias de desarrollo que situaban como eje de la construcción de integración nacional ciertos mitos económicos sobre la distribución igualitaria de los recursos, que no solamente no se realizaron sino que, además, crearon nuevas formas de discriminación y desintegración.
Las tan enormemente diferentes poblaciones que habitan África han cambiado en siglos de interacción entre ellas y con el mundo exterior. La modernización acarreada por los sistemas opresivos ha sido causa de los cambios más incisivos, traumáticos, acelerados, con lo que la crisis de los sistemas cognitivos y organizativos de la vida social, espiritual y económica de las sociedades africanas ha provocado desgarramientos que debieron ser reparados a costa de la cohesión y la coherencia, y también de la capacidad endógena de las sociedades tradicionales para el crecimiento y la transformación.
Emigración, proletarización, sequía y crisis de las producciones agrícolas, abandono del campo y urbanización salvaje, deterioro de los sistemas matrimoniales y de la ética familiar: todo esto ha provocado anomia social, y al mismo tiempo ha estimulado el intento -que tiene como escenario los guetos, los barrios de viviendas precarias, la marginación de la emigración- de reconstruir ámbitos de identidad comunes como instrumentos de protección contra la propia condición de marginación, pero también de afirmación de la propia personalidad dondequiera que ella sea negada, o considerada “inferior”. Este proceso se lleva a cabo todavía, mediante el uso del mismo vocabulario y de las mismas categorías que se hallan dentro de concepciones evolucionistas que, en última instancia, son portadoras de concepciones de tipo racista.
El problema que nos planteamos en el análisis histórico del África no es, entonces, si las etnias existen o no, ni en qué medida son invenciones coloniales. Lo que procuramos dilucidar es si el uso indiscriminado y acrítico de la definición étnica nos puede permitir, por sí solo, describir la compleja realidad de las transfomaciones históricas y de las dinámicas políticas. La respuesta es, en este caso, negativa. La identificación étnica, y todo cuanto de ella desciende en términos de comportamiento y de cultura, es siempre histórica; deriva de las circunstancias de su ascendencia, pero también de su ubicación en la jerarquía económica y política, de procesos de subordinación a nuevas y diferentes entidades estatúales o de asimilación a ellas, de la emigración y la colonización de nuevas tierras. En efecto, las clasificaciones étnicas y clánicas son modelos o símbolos culturales: la difusión de tales símbolos se produce siempre en un contexto concreto, y no fuera del tiempo y de la historia. (…)
(Extracto de la Introducción)